Entrar al río que enmarca el verde de la selva es percibir la inmensidad de la Colombia olvidada. Es seguir el ave que guía la canoa del pescador, que encuentra el pez más grande para compartir con la familia. Al lado del fogón, que a la vez abraza a la olla de barro y a las gentes que comen en la noche, se funde el calor del verano cuando el río está bajo dejando conocer las raíces de cada árbol, que son a la vez el lugar para descansar del sol, así como la guía del camino hacia la casa ancestral cuidadosamente construida con barro, madera y fibra de palma.
Nadar en el río es recordar el más viejo relato de la paz de la niñez cuando jugaban con las piedras y la arena en medio del bosque encantado de mitos de creación, celebrados en historias, danzas y saberes que comparten los más viejos, los de la experiencia, a los más jóvenes que continúan gozando del río como su más preciado juguete para compartir en tiempos con sus amigos y bañarse.
Recorrer el río es oler el agua, las plantas y la tierra mojada, al mismo tiempo que es sudar sobre esta tierra al ordeñar la vaca, y, con el sudor sobre la tierra, conmemorar cada instante de la vida como un acto de belleza y de arte: pescar, comer, beber, cocinar, celebrar, bailar, servir, compartir, hablar y sanar.
Meterse al río es viajar por el arte de la tierra, que reconoce a tres artistas y ocho colectivos indígenas de etnias habitantes de la Orinoquía y la Amazonía colombianas. Artistas y creadores han fundido sus manos con la tierra de sus territorios, donde han vivido por siglos, para crear las más bellas y respetuosas piezas que cargan el olor, el sabor y el sentir de la vida de las selvas y de los mitos que habitan en ella, recreándola de animales, de seres, de espíritu y de ancestros. Con propuestas contemporáneas, las y los artistas invocan sus conocimientos y con el trabajo manual y artesanal los hacen materia para esta exposición. Cada objeto y obra, al final, contiene los conceptos de la vida de cada comunidad y su territorio.
Dibujar el río es construir la historia, la historia de la paz esperada en esta selva verde que se ha visto dañada y herida por tanto conflicto. Es recomponer con la aguja y el trazo a las comunidades que se han ido y han perdido con la guerra. Las y los artistas de esta exposición son sobrevivientes de la guerra, la que han sobrellevado con creatividad y habilidad, volviéndose creadores de nuevas vidas y de nuevas historias como la de ser artistas y, a través del arte, optar por la resiliencia, la resiliencia estética.
Hoy toda esta magia encanta la sala en Bogotá, que, como en un río largo, entre lo recto con lo curvo, lo lejano y lo cercano de su patrimonio arquitectónico, nos lleva a recorrer en la selva de ladrillo y hormigón los colores y los olores del espíritu de los territorios, en un viaje por una nueva corriente, la corriente del río que reconoce la vida de las gentes y sus brillantes obras de arte de la tierra, de esta, la Colombia olvidada.